Desde el frío que entra inexorablemente por las rendijas de los viejos marcos de las ventanas hasta los grifos que pierden la clásica gotita de agua, pasando por los apagones eléctricos, la aparición de moho y muchos otros pequeños y grandes problemas. Para todos, tarde o temprano, llega un momento en que nos planteamos la cuestión de si es más rentable comprar una casa nueva o "dar nueva vida" a la propia mediante una reforma. Esta última opción es ciertamente menos costosa en términos económicos; sin embargo, exige tiempo y recursos para modernizar las distintas soluciones de instalación de la vivienda, como, por ejemplo, la instalación eléctrica y la hidráulica. Al planificar una reforma de la propia vivienda, también es conveniente considerar la sustitución o, al menos, la mejora de el sistema de climatización. Y esto es así tanto para mejorar el confort en casa, ya que pasamos la mayor parte del tiempo en su interior, como para reducir el consumo de energía y, en consecuencia, el coste de las facturas.
Si la calefacción es autónoma
Para quienes viven en una casa unifamiliar o en un bloque de pisos donde el sistema de calefacción y agua caliente es autónomo, pasarse a una bomba de calor es una solución que garantiza múltiples ventajas. Como sabemos, este tipo de sistema es mucho más sostenible, ya que utiliza una fuente renovable gratuita respecto del gas empleado para la caldera. Pero no es sólo eso: las bombas de calor ofrecen una gran eficiencia, lo que se traduce en un menor consumo y un elevado ahorro en las facturas, además de ser extremadamente versátiles.
Las ventajas son aún mayores si la reforma prevé la sustitución de los radiadores clásicos por un sistema de calefacción radiante. Este tipo de solución de sistema, consistente en una serie de tuberías instaladas en el suelo, la pared o en un falso techo por las que circula un líquido calentado que garantiza una difusión homogénea del calor en todos los ambientes, se adapta perfectamente a las peculiaridades de las bombas de calor. Esto se debe a que los sistemas radiantes requieren temperaturas mucho más bajas para funcionar correctamente (entre los 30 °C y los 35 °C) que las necesarias para un radiador (más de 60 °C).